«Cuando me sentí bien se me metió en la cabeza la idea de hacer algo por quienes estaban pasando la agonía de una enfermedad calamitosa como esta».
La hermana María Inés Delgado es receptora de un trasplante de hígado de donante cadavérico, es decir: alguien que falleció con el órgano sano la libró de su sentencia de muerte. En su país, Colombia, preside una fundación que protege los derechos de los pacientes renales y hepáticos. En primera persona, cuenta su experiencia.
Bogotá,Colombia.- No le tengo miedo a la muerte porque ya sé cómo es. Ya he visto lo que hay en el camino y la idea de dejar este mundo no me inspira temores. Pienso en la tristeza que sentirán mis seres queridos, mis hermanos, los de sangre y los de la comunidad religiosa, en las personas a las que sirvo con la fundación, en los planes que no voy a poder llevar a cabo. Pero el propio hecho de la muerte no me paraliza. Ya estuve muerta.
Desde que me inicié en la vida religiosa, a los 17 años, manifesté mi disposición de acudir como misionera a África, y después de 28 años de servicio en Colombia me ofrecieron irme a Camerún. Cuando recibí esa llamada de mi madre superiora, para invitarme a participar en la misión, sentí una emoción muy grande. No dudé en aceptar la oferta. Durante cuatro años trabajé con niños discapacitados en comunidades muy necesitadas. Pero un día contraje paludismo y escabiosis a la vez, y creo que eso me activó la predisposición que tenía de desarrollar una cirrosis hepática.
Estaba instalada en un pueblo llamado Ebobdulá pero un día viajé a Duala, y ahí se me presentaron unos síntomas de gripe y malestar estomacal tan fuertes que me tumbaron en la cama. Al día siguiente tuve una hemorragia nasal que duró minutos, pero en cuanto la sangre paró de fluir me reincorporé a mis labores. Yo tengo un umbral de dolor alto, así que combiné eso con mis ganas de cumplir el programa organizado en la ciudad y pasé el día en una convivencia con padres de familia.
Yo me metí a monja porque me gustaba servir a los demás, así que eso es lo quería hacer. Desde niña conocí la importancia de la solidaridad con el prójimo, sobre todo porque era muy necesaria teniendo en cuenta que mis padres tuvieron 14 hijos. Así que estudié Filosofía y Teología, también hice dos especializaciones, una en psicología y otra en administración. Con la idea de tener las mejores herramientas para poder ayudar a los demás.
Al regresar de la convivencia con los padres de familia el malestar se volvió más fuerte. Tenía la cabeza perdida, hablaba locuras, no reconocía a la gente y perdí momentáneamente la capacidad de leer y escribir. Estuve en coma cinco días, inconsciente, lejísimo de mi país y de mi familia. Deseaba que todo pasara pronto y pensaba que con unos días de descanso sería suficiente.
Mis superioras ordenaron que debía quedarme hospitalizada hasta que estuviera totalmente estable y en la clínica recomendaron que me trasladaran a Roma. Yo cumplí, por los votos de obediencia que uno hace, pero lo que quería era regresarme a mi servicio y dormir hasta que me sintiera bien. En Roma estuve mes y medio interna en un hospital. Fue ahí donde me hicieron todos los exámenes necesarios y se percataron de que mi hígado estaba inservible.
Un médico me dijo que no había nada que hacer, que estaba desahuciada y mejor me regresara a mi país enseguida. Apenas tres meses de vida era lo que podría resistir con el nivel tan avanzado de cirrosis hepática. Los hepatositos, que son los encargados de procesar los desechos del organismo, estaban muriendo aceleradamente, y la sangre envenenada viajaba a mi cerebro. Por eso había perdido la capacidad de leer, de escribir y de recordar oficios rutinarios como cocinar o coser. También padecía cólicos, malestar general en el cuerpo y poca energía. Las noches eran larguísimas y la angustia incontrolable.
En cuanto llegué a Bogotá, un sobrino médico me hizo ver por un equipo de especialistas que me recomendaron el trasplante de hígado. Y mientras eso era posible me recetaron vitaminas, una dieta especial, y me incluyeron en una lista de espera para hallar un órgano que fuera compatible con mi organismo. Era el año 1998. Hoy en día, las listas de espera para trasplante de hígado, riñón o corazón superan los 1600 pacientes en Colombia. Y en esas listas hay niños, adolescentes, hombres, mujeres, abuelos, todos hijos de Dios, a la espera de una oportunidad. Gente que espera 3 años o más para recibir un órgano sano, porque no hay suficientes donantes.
A mí me avisaron que debía prepararme para la cirugía a los 15 días de haber cumplido con el protocolo. Mi boleto a la vida había llegado. Pero esa intervención no se pudo hacer por una incongruencia en mis exámenes de sangre. El trasplante se pospuso. Al mes siguiente el médico me avisó que de nuevo había un órgano para mí, preparamos todo durante el día y a las 9 de la noche entré al quirófano. La cirugía tardó nueve horas. El sustituto de mi hígado inútil fue puesto en su lugar.
Según consta en la historia clínica, después de salir de la sala de cirugía, mientras estaba en observación, me dio un paro respiratorio. Recuerdo que en algún momento de ese sueño profundo, empecé a caminar entre nubes, a flotar con una fuerza poderosa que me empujaba hacia arriba. Y me sentía alegre, emocionada por lo que estaba viviendo y por lo que imaginaba que seguía. Era una sensación muy fuerte de plenitud y de libertad. Pero poco a poco sentí que el ascenso se volvía lento y la misma fuerza que me jalaba hacia arriba de repente se volvió en contra, y empezó a tirarme para abajo. Y se me quitó de un tirón aquella sensación de felicidad. Y de repente estaba de vuelta a la sala de observación de la clínica, donde todo era aparatos, gente desconocida, angustia y dolor. Dolía como nunca.
Yo estaba ahí, en medio de ese padecimiento insoportable, y pensaba en un joven de 15 años que estaba en la lista de espera para ser trasplantado de hígado y me lamentaba de que tuviera que pasar por lo que yo estaba viviendo. Por eso le pedía a Dios que el dolor que iba a sentir él me lo pusiera a mí, y creo que Dios me cumplió porque sentí que a mí me dolía por dos… y al joven de ese entonces lo he vuelto a ver por ahí, ya es un viejo. Así que evidentemente fue trasplantado satisfactoriamente.
A los ocho días me dieron de alta y cuando llegué a mi comunidad, entre mis compañeros y mi familia tenían todo preparado: una habitación con cama clínica, enfermera, conductor. Pero pocos tenemos esos privilegios. Y yo tenía una lucidez mental increíble, estaba feliz de regresar a la vida. Era capaz de leer, podía escribir, ordenar mis ideas antes de hablar. Gracias a ese hígado nuevo, no solo estaba viva sino que además había recuperado todas mis facultades.
Ahí es cuando uno se da cuenta de que el milagro más grande que existe es la vida, volver a ver la ciudad, la luz, los árboles inmensos al borde de las calles, los niños corriendo en los parques. No me cabía la vida en el cuerpo. Y aunque luego me advirtieron que el hígado nuevo podía volverse incompatible con mi organismo después de 10 años, no me asusté. Ya van 17 años de ñapa.
Cuando me sentí bien se me metió en la cabeza la idea de hacer algo por quienes estaban pasando la agonía de una enfermedad calamitosa como esta. Le conté mi intención a mi médico tratante, juntamos un grupo de gente motivada y el 12 de mayo de 1999 nos dieron personería jurídica para la Fundación de Enfermos Renales y Hepáticos de Colombia.
Actualmente la Fundación ofrece asesoría jurídica para que los pacientes puedan hacer valer sus derechos ante el Estado colombiano, hospedaje solidario para quienes vienen de otras ciudades a someterse a tratamientos o trasplantes, hacemos rehabilitación laboral, tenemos convenios con la Fundación Santa Fe para costear exámenes y estudios especiales y suplir así la negligencia del sistema, y también tenemos incidencia política en las decisiones que se toman desde el Ministerio de Salud, la ONU, la OMS y la Superintendencia de Salud. Tenemos una participación activa en esos escenarios.
No se puede dejar a una persona trasplantada a su suerte. El sistema de salud colombiano tiene demasiados puntos grises y un paciente renal, cardiópata o hepático requiere de la diligencia de todas las instancias vinculadas con el servicio de salud. Hay asuntos que no esperan. Este es uno.